Es nuestro primer número y aunque me hubiese gustado que saliera todo perfecto debo decir que hay un artículo que con el corta pega se nos modificó un poco la versión, es por esto que voy a subir de nuevo la revista sin ese artículo y os dejo el mismo aquí que, todo hay que decirlo, es increíble. Además añadir que el relato por fascículos fue escrito por F.Alcantud, desde aquí pedimos perdón a ambos autores y rectificamos aquello que estaba mal. (espero que no nos lo toméis en cuenta)
Nueva descarga de la revista sin el artículo erróneo
MAL DESPERTAR
Jose Luis Muñoz
No podía abrir los ojos y, sin embargo, veía.
Se encontraba tumbado en una especie de camilla, tapado hasta el pecho por una sábana, en mitad de una sala alargada. Las paredes eran blancas, alicatadas, y una infinidad de tubos fluorescentes iluminaban el recinto con una luz contundente y sucia.
Había otras muchas camillas junto a la suya, y de fondo se oía el ronroneo de un equipo
de refrigeración.
Intentó recordar cómo había llegado hasta allí y una amalgama de instantáneas llenó su cabeza: la imagen de un crío, de unos quince años, gritándole; un estampido, seguido de una explosión de dolor y de un golpe contra el suelo; un par de caras de aspecto grave que, inclinadas sobre él, le hablaban frases que no entendía; un corrillo de gente agolpándose en las aceras; y, por último, el cabeceo de un vehículo que se ponía en marcha, y otra vez las dos caras de antes, auscultándole, tomándole el pulso, trajinando a su alrededor.
Y luego nada.
Probablemente abocados a la inconsciencia desde ese momento, sus recuerdos del crío macarra, el encontronazo con el dolor, el perfil de la muchedumbre apostada tras el cordón policial o las caras que le miraban desde ángulos insólitos, parecían haber sufrido un fundido a negro. Pero ahora que había despertado y la sensación de irrealidad de sus últimos recuerdos se había desvanecido, se sentía mejor. Sin embargo, seguía encontrándose extrañamente desconectado de su cuerpo, al que percibía lejano y apagado, como una llamita en el fondo de un pozo.
De súbito, un hombre de bata blanca entró en la sala empujando un par de puertas batientes. Se acercó a la camilla donde él se encontraba tumbado y de un tirón le arrancó la sábana que le cubría. Durante un instante, lo inesperado del hecho le aturdió.
Luego, la rabia estalló dentro de él, e intentó golpear a aquel energúmeno, gritarle desconsiderado, hijo de puta, qué formas de tratar a la gente son éstas. Pero no pudo mover ni un solo músculo, y, por otro lado, cuando se percató de que los gritos que creía haber proferido sólo habían sonado en el interior de su cabeza, el tipo de la bata blanca ya se había marchado. Intentó calmarse, pero, desnudo e indefenso como un recién nacido, lo más que consiguió fue que la rabia diera paso a la inquietud.
No habían pasado ni dos minutos cuando del pasillo le llegaron las voces de dos personas, cada vez más próximas, que charlaban entre sí. Las puertas batientes aletearon por segunda vez, y el energúmeno de bata blanca apareció de nuevo en la sala acompañado de un joven. Mientras el primero consultaba su reloj y apuntaba algo en la pizarra de la pared, el joven se dirigió a la camilla, le destrabó los frenos, y la sacó del lugar en el que hasta ese momento había permanecido.
El energúmeno y el joven empujaron la camilla a través de varias salas y pasillos, siempre bajo la pesada luz de los fluorescentes y con la vibración de la maquinaria zumbando en el aire.
–¿Sabes que mi hija se ha puesto un piercing? –dijo el energúmeno–. En la lengua, ni más ni menos.
–¿Tu hija? ¿La de trece años? –respondió el ayudante.
–Sí, claro.
–Mi hermano también lleva uno.
–Vaya por Dios. ¿Dónde, si puede saberse?
–En la picha; es una pequeña argolla. La lleva en la misma punta, como si fuera la anilla de una granada.
–Joooder.
Entraron en una última sala, que olía a desinfectante y a algo pegajoso y dulzón.
Colgada junto a la puerta de entrada había un tablón de corcho lleno de anuncios. A la izquierda había una enorme mesa a rebosar de bandejas e instrumental médico, y enfrente una pared cubierta de portezuelas metálicas desde el suelo hasta el techo.
Bajo una lámpara halógena en el mismo centro de la sala se levantaba una mesa de acero inoxidable. El joven ayudante aparcó la camilla al lado y desapareció con el energúmeno por el pasillo que se abría al fondo. Cuando regresaron, vestían batas de color verde pálido, mascarillas y guantes, y prosiguieron su animada charla mientras disponían sobre la mesa una serie de herramientas cromadas como una ortodoncia y de apariencia hostil.
–Bueno, vamos allá –dijo el energúmeno.
Los dos hombres lo sacaron de la camilla y lo colocaron sobre la mesa metálica, que recordaba a un gigantesco fregadero porque tenía un grifo y un agujero de desagüe en el extremo.
–No me explico cómo pueden pesar tanto –dijo el ayudante.
–La tierra les reclama –repuso el otro, místicamente.
El energúmeno puso en marcha una pequeña sierra eléctrica. El motorcillo aulló cuando las cuchillas perforaron el cráneo. “Obtenemos una muestra del cerebro a través de una incisión abierta en el cráneo a través del foramen mágnum. El proyectil ha atravesado parte de la cavidad encefálica y el parénquima cerebral”, dijo el energúmeno.
Luego le sajaron una nueva porción de cerebro, mientras él escuchaba fascinado todas esas frases que el forense pronuncia en las películas justo antes de que el policía novato se ponga a vomitar: “Una esquirla ha alcanzado el diploe craneal en la región parietal derecha”, o “no se aprecian los efectos lesivos que producen armas de mayor potencia y calibre disparadas de forma similar”.
A continuación le abrieron el tórax y el abdomen. Luego le inyectaron un líquido azulado, le cosieron y le lavaron con una esponja mugrienta. La autopsia duró treinta minutos, durante los cuales permaneció tendido sobre la mesa, oyendo escurrirse por el sumidero los jugos que goteaban de su cuerpo, y viendo horrorizado cómo un brazo de muerto, el suyo, colgaba fuera de la mesa lívido y tumefacto. Para terminar, entre el energúmeno y su ayudante lo embutieron en una bolsa de plástico y, sin mayores miramientos, lo metieron en una de las cámaras frigoríficas.
Soy un fiambre, se dijo, cuando la oscuridad y el silencio se cerraron sobre él.
¡Qué chulo! Da bastante mal rollo
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